"TEOSOFÍA: INTRODUCCIÓN AL CONOCIMIENTO SUPRASENSIBLE DEL MUNDO Y DEL DESTINO HUMANO”
UNA DE LAS OBRAS BÁSICAS DE LA OBRA DE RUDOLF STEINER, ESCRITA EN EL AÑO 1904

 

Prólogo a la Tercera Edición

Lo dicho con motivo de publicarse la segunda edición puede aplicarse igualmente a la presente. Nuevamente he introducido ampliaciones y adiciones en algunos pasajes, que me parecieron importantes para dar mayor precisión a lo expuesto; en cambio, no he visto necesidad alguna de modificar el contenido de las ediciones anteriores en lo esencial. Tampoco requiere por ahora ningún cambio lo manifestado en la edición primera sobre el propósito de esta obra, ni lo añadido en el prólogo a la segunda edición al mismo respecto. Por consiguiente reproduzco aquí, tanto el prólogo a la primera edición, como también lo añadido en el de la segunda.

“El objeto de este libro es dar una descripción de ciertas partes del mundo suprasensible. Quien admita únicamente la existencia del mundo sensible, considerará esta descripción como fantasmagoría anodina. Quien, por el contrario, quiera buscar caminos que conducen más allá del mundo sensible, no tardará en apreciar que la vida humana adquiere valor y significado solamente por medio de la percepción de ese otro mundo. Esta percepción lejos de disminuir, acrecienta la aptitud del hombre para la vida “real”, y así éste aprende a conocer las causas de ella, en tanto que sin esa percepción, se mueve a tientas como un ciego entre los efectos. La realidad sensible empieza a adquirir significado solamente a través del conocimiento de lo suprasensible. Con este conocimiento el hombre se hace más apto para la vida, pues sólo puede llegar a ser verdaderamente “práctico” quien la comprenda.

El autor del presente libro no describe nada que no pueda atestiguar por experiencia, desde luego que experiencia privativa de ese mundo. Nada expondrá que no corresponda a concreción de experiencia personal.

Este libro no puede leerse de la misma manera en que se suele leer en nuestra época. El lector deberá, en cierto modo, hacer suya cada página, a veces alguna frase, mediante asiduo trabajo. Esto ha sido consciente intención del autor, considerando que sólo de esta manera el libro se convertirá para el lector en lo que debe llegar a ser. Quien lo lea solamente de paso no lo habrá leído; las verdades que encierra deben vivirse; solamente así la ciencia espiritual cobra valor.

Tampoco puede juzgarse este libro desde el punto de vista de la ciencia ordinaria, a menos de haber derivado del mismo libro el punto de vista con qué juzgarlo. Si el crítico lo adopta, descubrirá que cuanto aquí se expone no pretende contradecir en nada el verdadero espíritu científico. El autor sabe que ni con una sola palabra ha querido entrar en conflicto con su propia escrupulosidad científica.

Quien quisiere llegar aún por otra vía a las verdades aquí expuestas, la encontrará en mi “Filosofía de la Libertad”. Ambas obras persiguen el mismo objeto con métodos distintos. Y si bien una no es indispensable para la comprensión de la otra, a algunas personas puede resultarles provechosa.

Quien busque en este libro las “últimas verdades”, probablemente no quedará muy satisfecho. El propósito del autor ha sido empezar por exponer verdades básicas del amplio campo de la ciencia espiritual. Es indudablemente propio de la naturaleza humana preguntar, incontinenti, sobre el principio y el fin del mundo, el objeto de la existencia y la esencia de Dios. Sin embargo, el que tenga en mente, no palabras y conceptos para el intelecto, sino verdaderos conocimientos para la vida, sabrá que, en un escrito que trate de las nociones del conocimiento espiritual, no se debe exponer aquello que pertenece a grados más elevados de la sabiduría. Sólo la comprensión de estas primeras nociones, permite precisamente poner en claro cómo deben plantearse las preguntas de orden más elevado. En mi libro “La Ciencia Oculta”, continuación del presente, se encuentran datos adicionales acerca del tema aquí en consideración.”

 

En el prólogo a la segunda edición se añadió lo siguiente:

“Quien hoy día expone hechos suprasensibles debiera tener bien clara dos cosas; primero, que nuestra época necesita cultivar los conocimientos suprasensibles; segundo, que la actual vida intelectual y espiritual está repleta de ideas y sentimientos que inducen a muchos a considerar semejante descripción como engendro de una fantasía y ensoñación descabelladas. Nuestra época necesita el conocimiento suprasensible, puesto que todo lo que por métodos ordinarios alcanzamos a saber acerca del mundo y de la vida, genera dentro de nosotros un sinnúmero de interrogantes a los que sólo las verdades suprasensibles pueden responder. No nos engañemos: lo que nos explica la corriente intelectual contemporánea acerca de las bases de la existencia, no constituye para las almas de profunda sensibilidad respuesta alguna, antes al contrario, plantea incógnitas en lo referente a los enigmas del mundo y de la vida. Alguien puede entregarse a la creencia, durante algún tiempo, de haber dado con la solución a los problemas de la existencia en virtud de los “resultados obtenidos por la investigación rigurosamente científica”, o bien de las deducciones de este o aquel pensador de nuestra época; pero si el alma desciende hasta la hondura que corresponda, si ella se comprende realmente a sí misma, entonces lo que al principio parecía solución, apenas si sugiere la auténtica pregunta. Ahora bien, una respuesta a esta pregunta no debe satisfacer la mera curiosidad humana, sino significar sosiego interno y armonía de la vida anímica. Alcanzar esa respuesta, no sólo satisface el afán de conocimiento, sino que torna eficiente al hombre para el trabajo, así como apto para todas las tareas que la vida pueda ofrecerle. En cambio, la falta de solución a estos problemas acaba por paralizarlo, no sólo anímica sino al final físicamente también. Y es que el conocimiento de lo suprasensible, además de corresponder a una necesidad teórica, facilita la vida práctica. Precisamente a causa del carácter de la vida intelectual contemporánea, la ciencia espiritual constituye un área imprescindible del esfuerzo cognoscitivo de nuestros tiempos.

Por otra parte, es innegable que actualmente muchos rechazan con más vigor lo que con más apremio necesitan. Gran número de opiniones apoyadas en “experiencias rigurosamente científicas” tienen tanto poder persuasivo sobre algunas personas, que éstas no pueden considerar sino como desmesurado absurdo el contenido de un libro como el presente. El expositor de los conocimientos suprasensibles se enfrenta con esta realidad sin la menor ilusión, y tampoco le sorprende que se le exijan pruebas “incontrovertibles” de lo que él expone. Sin embargo, quien tal pretenda no se da cuenta de que es víctima de un engaño, ya que exige, aunque sin plena conciencia del hecho, no ya pruebas inherentes a la materia de que se trata, sino sólo las que quiere considerar, o está en estado de considerar, como fehacientes.

El autor del presente libro sabe que este nada contiene que no pueda ser aceptado por todo aquel que se halle de acuerdo con las actuales ciencias naturales; sabe asimismo que se puede hacer justicia a todas las exigencias de dichas ciencias y encontrar fundada, justamente por ello, la manera cómo aquí se describe el mundo espiritual. Es más, puede esperarse que, precisamente la genuina mentalidad propia de las ciencias naturales, esté a sus anchas con la presente descripción. Quien piense de esta manera, sentirá frente a ciertas discusiones, la profunda verdad de la frase siguiente de Goethe: “Una doctrina falsa no se puede refutar, pues se basa en la convicción de que lo falso es verdadero”. En efecto, es inútil discutir con quien acepta solamente las pruebas que cuadran a su modo de pensar. El que conoce la naturaleza de toda “prueba”, sabe que el alma humana llega a la verdad por otras vías que las de la discusión.

Con estos conceptos en mente, el autor presenta al público la segunda edición de este libro.”

 

Introducción

Al exponer Johann Gottlieb Fichte, en el otoño de 1813, sus puntos de vista en el libro “Introducción a la Ciencia del Conocimiento”, como fruto maduro de una vida consagrada enteramente al servicio de la verdad, comenzó con estas palabras: “Esta ciencia presupone un órgano sensorio interior completamente nuevo, a través del cual se revela un mundo nuevo, desconocido para el hombre ordinario” y luego, por medio de una comparación, mostró cuán incomprensible habría de parecer su filosofía a quien pretendiera juzgarla de conformidad con lo que revelan los sentidos ordinarios: “Suponed un mundo de ciegos de nacimiento, que sólo conocen lo que el sentido del tacto les permite percibir de las cosas y de las relaciones entre ellas. Introducíos entre ellos y habladles de colores y de más fenómenos existentes únicamente por la luz y para la vista. Es posible que vuestras palabras no les digan nada, en cuyo caso es mejor que lo manifiesten para que vosotros os deis cuenta de vuestro error, y a menos de poder dotarles del sentido de la vista, interrumpáis tan inútil discurso…” ahora bien, el que habla a la gente de los asuntos a que hace alusión Fichte, se encuentra con demasiada frecuencia en la situación propia de un hombre de visión normal entre ciegos de nacimiento. Sin embargo, son estos asuntos los que conciernen a la verdadera naturaleza del hombre y a su fin supremo, y habría que desesperar de la humanidad quien considerase necesario “interrumpir tan inútil discurso”. Al contrario, no hay que dudar ni por un momento que es posible “abrir los ojos” para lo que Fichte llama el mundo desconocido, a todo aquel que aporte buena voluntad para verlo. De estas premisas han partido quienes hablaron y escribieron porque sentían en sí mismos el nacimiento de aquel “órgano interior”, que les permitía percibir la verdadera naturaleza esencial del hombre, velada para los sentidos ordinarios. Por esta razón, desde los tiempos más remotos se ha mencionado siempre una “sabiduría oculta”; el que empiece a poseerla se siente tan seguro de ella, como lo está el hombre de vista normal de sus percepciones visuales; no necesita prueba alguna de esta sabiduría, y sabe que tampoco la necesitan los que, como él, han desarrollado un sentido superior. Puede hablarles de ella con la misma persuasión con que de América habla un viajero a todo el que, sin haber visto dicho país, es capaz de representárselo, en la seguridad de poder ver lo mismo si se le ofreciese la oportunidad.

Empero, el observador de lo suprasensible tiene que dirigirse, no sólo a los investigadores del mundo espiritual, sino a todos los hombres, ya que el contenido de su mensaje afecta a todos. Es más, ese observador sabe que, sin conocimiento de lo suprasensible, nadie puede llamarse “hombre” en la verdadera acepción de la palabra, y se dirige a todos a sabiendas de que hay diferentes grados de comprensión para lo que ha de comunicar. Sabe asimismo que pueden entenderle hasta quienes todavía están distantes del momento de entrar en la investigación espiritual, pues en todo ser humano subyace el sentimiento y comprensión de la verdad. Como consecuencia, se dirige en primer término a la comprensión de que es capaz toda alma sana, en la inteligencia de que esta comprensión encierra una fuerza que ha de conducirla paulatinamente a grados más altos del conocimiento. Aquel sentimiento que quizás al principio no percibe nada tras lo que se le habla, es precisamente el que un día actúa como mago para abrir el “ojo del espíritu”; despunta, por decirlo así, en la oscuridad; el alma no ve, pero por su medio se apodera de ella la verdad que, poco a poco, la penetra y le despierta el “sentido superior”. El fin será más o menos lejanos, según de quien se trate: el que tenga paciencia y constancia llegará hasta él. Si bien es cierto que no todos los ciegos de nacimiento pueden llegar a ver, no hay ojo espiritual que no pueda alcanzar la visión; es sólo cuestión de tiempo.

Ni la erudición, ni la preparación científica son prerrequisitos para que se objetive este sentido superior; está al alcance tanto del inculto como del hombre de ciencia. Es más, lo que hoy día se considera a menudo “ciencia única”, en lugar de ventaja puede ser escollo para la realización de este fin, puesto que sólo reconoce como “verdadero” lo accesible a los sentidos ordinarios. Así, por grandes que sean sus méritos en relación con el conocimiento de esta realidad, cuando ella pretende aplicar a todo el saber humano las reglas necesarias y fructíferas solamente en su campo de acción, origina un sinnúmero de prejuicios que imposibilitan el acceso a realidades superiores.

Contra lo que antecede se objeta frecuentemente que “límites infranqueables” se han impuesto al conocimiento humano, por lo que hay que rechazar todo saber que no los respete. Incluso llega a considerarse arrogancia afirmar lo que, según la convicción de muchos, se encuentra más allá de los límites de la facultad cognoscitiva humana. Al hacer semejante objeción no se tiene en cuenta que al conocimiento superior debe proceder un desarrollo de las fuerzas cognoscitivas del hombre. Lo que antes de este desarrollo se encuentra más allá de los límites del conocimiento, se halla netamente dentro de ellos una vez despertadas ciertas facultades latentes en todo ser humano.

Podría surgir la pregunta: ¿de qué sirve hablar al hombre de cosas par las cuales no ha despertado sus facultades cognoscitivas, inasequibles por lo tanto para él? No es así como debe plantearse el problema: ciertas capacidades se requieren para descubrir lo que aquí se trata, pero lo descubierto puede transmitirse a los demás, y será comprendido por todo el que haga uso de una lógica imparcial y de un sentimiento sano de la verdad. Quien se deje guiar por un pensamiento omnilateral que el prejuicio no enturbie, así como por un libre sentimiento de la verdad, no encontrará en este libro nada que no le dé la impresión de que permite enfocar de manera satisfactoria el enigma de la vida humana y del universo. Basta con preguntarse: si lo que se afirma en este libro es verdadero, ¿se explica así la vida de un modo satisfactorio? Y se comprobará que la vida de cada uno confirma lo expuesto.

Claro está que para ser “guía” en esas regiones más elevadas de la existencia, no basta tener despierto el sentido superior; es necesaria también la “ciencia” de esas regiones, del mismo modo que, para la profesión de maestro en la realidad ordinaria, es imprescindible la ciencia pedagógica. Así como no basta la simple posesión de sentidos normales para ser “erudito” en la realidad sensible, así tampoco se es “sabio” en el sentido espiritual con sólo haber alcanzado la “visión superior”. En el fondo toda realidad, la inferior como la superior espiritual, no constituyen sino las dos caras de una misma esencia fundamental, por lo que el ignorante de los conocimientos inferiores, continuará probablemente siéndolo también en los aspectos más elevados. Este hecho despierta un sentido de responsabilidad inmensa, modesto y reservado a la vez, en quien siente la vocación espiritual; hecho que no debe, sin embargo, impedir a nadie interesarse por las verdades superiores, aun cuando las demás circunstancias de su vida no le conduzcan hacia las ciencias ordinarias. El hombre puede cumplir su misión sin saber nada de botánica, zoología o matemáticas, pero les imposible ser plenamente hombre sin haberse acercado, de un modo u otro, a la esencia y destino del hombre revelado por la ciencia suprasensible.

Designa el hombre como “divino” lo más alto hacia lo cual puede elevar su mirada; tiene que concebir su destino supremo en cierta relación con ese algo divino. Parece justificado, pues, llamar “sabiduría divina” o Teosofía, a la sabiduría que, traspasando los límites de lo sensible, revele al hombre su esencia y, con ella, su destino. Con la expresión “ciencia espiritual” podemos designar el estudio de los fenómenos espirituales en la vida humana y el universo. Como en este libro nos ocupamos específicamente de los aspectos de la ciencia espiritual que se refieren al núcleo espiritual de la entidad humana, podemos emplear para este estudio el término “Teosofía”, empleado durante siglos con este mismo sentido.

Con fundamento en esa actitud mental vamos a trazar ahora un bosquejo de la concepción teosófica del universo. El autor no trata de exponer nada que para él no sea un hecho tal como lo es todo fenómeno del mundo exterior para los ojos y oídos bien constituidos, y para el entendimiento ordinario. Se trata, en efecto, de experiencias accesibles a quien esté decidido a penetra en el “sendero del conocimiento” descrito en un capítulo especial de este libro. Si aceptamos que el sano pensar y sentir permiten hacer propio todo verdadero conocimiento de los mundos superiores, y si reconocemos además que, partiendo de esta comprensión y utilizándola como sólido fundamento, damos un paso muy importante, aunque no suficiente, hacia la visión personal, adoptamos la adecuada actitud frene al mundo suprasensible. En cambio nos cerramos las puertas del verdadero conocimiento superior, si desdeñamos este camino y queremos penetrar en el mundo espiritual exclusivamente por otras vías. Tener por norma reconocer la existencia de los mundos superiores después de haberlos contemplado, constituye un impedimento para esa visión personal; por otra parte ella se favorece si se trata de comprender con entendimiento sano lo que se podrá contemplar más tarde; así se despiertan, como por magia, fuerzas esenciales del alma que la conducen a la “visión del vidente”.

 

La Naturaleza Esencial del Ser Humano

Las siguientes palabras de Goethe caracterizan admirablemente el punto de partida de uno de los caminos para conocer la naturaleza esencial del ser humano: “Tan pronto como el hombre nota la presencia de objetos en torno suyo, los considera en relación consigo mismo, y con razón, puesto que todo su destino depende de si le gustan o le desagradan, de si le atraen o le repelan, de si le son útiles o le perjudican. Este modo natural de mirar y juzgar las cosas es necesario y parece fácil; sin embargo, expone al hombre a los mil errores que a menudo le humillan y le amargan la existencia. Tarea mucho más difícil es la que emprenden los que, ávidos de conocimiento, se esfuerzan en observar lo natural en sí mismo y en sus mutuas relaciones, pues pronto echan de menos el patrón que les servía mientras juzgaban el mundo en relación consigo mismos. Carecen del punto de referencia que gustaba o desagradaba, atraía o rechazaba, consideraba útil o dañino. Deben renunciar a él y, como espectadores cuasi-divinos, buscar e investigar lo que es y no lo que agrada. Así, por ejemplo, el auténtico botánico no se conmoverá ni por la belleza ni por la utilidad de las plantas: estudiará su estructura y su relación con el resto del reino vegetal. Del mismo modo que el sol brilla indiferente para todas las plantas y las vivifica, así deberá él considerarlas y examinarlas por igual con mirada reposada, y deducir el patrón para este conocimiento y los elementos necesarios para juzgarlas, no de sí mismo sino del ámbito de las cosas que estudia”.

Este pensamiento de Goethe dirige nuestra atención hacia tres puntos diversos. Lo primero son los objetos cuya existencia nos es revelada constantemente por los sentidos, y que podemos tocar, oler, gustar, oír y ver. Lo segundo son las impresiones que estos objetos originan en nosotros: agrado o desagrado, deseo o aversión, según nos sean simpáticos y útiles, antipáticos y perjudiciales. Y en tercer lugar, están los conocimientos que el hombre adquiere como ser cuasi divino, sobre lo objetos, estos son los secretos del obrar y de la existencia de estos objetos, los que a él se le revelan.

Estos tres niveles se distinguen netamente en la vida humana, y el hombre se da cuenta de que está vinculado con el mundo en tres distintos aspectos. El primero corresponde a lo que encuentra como dado y que acepta como un hecho; por el segundo, convierte el mundo en algo suyo propio, algo que tiene significado para él, y al tercero lo considera como meta hacia la cual debe aspirar incesantemente.

¿Por qué el mundo se presenta al hombre en estos tres aspectos? Una sencilla reflexión responderá a esta pregunta: atravieso un florido prado y percibo los colores gracias a mis ojos: he aquí el hecho que acepto como dado. La riqueza del colorido me llena de alegría y el hecho dado se introduce en mi mundo personal: por mi sentimiento las flores se vinculan con mi propia existencia. Un año después vuelvo a pasar por el mismo prado; hay otras flores del mismo género y sujetas a las mismas leyes; me producen nueva alegría a la vez que emerge, como recuerdo, la del año pasado que persiste en mí, aunque se haya desvanecido el objeto que la originara. Si he estudiado aquel género y aquellas leyes, me doy cuenta que en las flores de este año subsiste lo mismo que descubrí en las del año pasado, y razonaré quizás del siguiente modo: las flores del año pasado ya se marchitaron; la alegría que me ocasionaron continúa sólo en mis recuerdo y está únicamente vinculada a mi existencia; pero lo que hice mío el año pasado con la observación de las flores y que se repite en las de este año, sigue subsistiendo mientras crezcan flores de la misma especie. Es algo que se me ha manifestado y que, sin embargo, no depende de mi existencia como depende de ella mi alegría. El sentimiento de alegría permanece en mí; las leyes, lo esencial de las flores permanece en el mundo, fuera de mí.

Así es como el hombre se relaciona constantemente de un triple modo con las cosas exteriores. No compliquemos lo dicho con puntos de vista que le son ajenos. Sino aceptémoslo tal como se nos presenta. De ello se deduce que la naturaleza esencial del hombre ofrece tres aspectos a los que, por de pronto sin otro alcance que el término, damos los nombres de cuerpo, alma y espíritu. El que asocie con estos términos alguna idea preconcebida, o hasta alguna hipótesis, mal interpretará forzosamente lo que sigue. Por cuerpo damos a entender aquello por medio de lo cual se manifiestan al hombre los objetos del mundo que le rodean; en el ejemplo anterior las flores del prado; con la palabra alma queremos indicar aquello por medio de lo cual el hombre une las cosas a su propia existencia, y siente gusto o disgusto, agrado o desagrado, alegría o pena; por espíritu queremos significar aquello que se manifiesta en él cuando contempla, como ser cuasi-divino, según la expresión de Goethe, las cosas en torno suyo. En este sentido el hombre está constituido por cuerpo, alma y espíritu.

Por medio del cuerpo el hombre puede entrar momentáneamente en contacto con los objetos; por medio del alma conserva las impresiones que de ellos recibe, y por medio de su espíritu se le manifiesta el íntimo contenido que es inherente a los objetos mismos. Sólo considerando al hombre desde estos tres aspectos, se puede tener la esperanza de llegar a comprender su naturaleza esencial, ya que ellos muestran que está emparentado con el resto del mundo de tres maneras distintas.

Por su cuerpo, el hombre está relacionado con todo lo que desde afuera se le ofrece a sus sentidos: las sustancias del mundo exterior integran su cuerpo, las fuerzas de este mundo actúan también en él. Del mismo modo que percibe con sus sentidos los objetos del mundo exterior, puede también observar su propia existencia corporal. En cambio, no le sería posible contemplar, con este mismo modo su existencia anímica. Todo lo que en mí son procesos corporales puede percibirse mediante los sentidos, pero ni yo ni nadie puede percibir con ellos mi agrado o desagrado, mi alegría o dolor; lo anímico es un campo inaccesible para la percepción corporal. La existencia corporal del hombre está manifiesta a los ojos de todos, no así lo anímico que lleva el hombre dentro de sí, como un mundo propio. Por otra parte, gracias al espíritu el mundo exterior se le revela de un modo más elevado. Aunque esta revelación de los secretos de este mundo tenga lugar en su interior, el hombre en espíritu trasciende su propia personalidad, y deja que las cosas le hablen de aquello que para ellas mismas, no para él, tiene importancia. El hombre eleva su mirada hacia la bóveda estrellada: le pertenece el encanto que siente; no así las leyes eternas de las estrellas, estas leyes pertenecen a las estrellas mismas, que él concibe con su pensamiento, en espíritu.

Así, el hombre es ciudadano de tres mundos: por su cuerpo pertenece al mundo que percibe justamente mediante su cuerpo; por medio del alma se construye su mundo propio; por su espíritu se le revela un mundo superior a los otros dos.

Parece evidente que la diferencia esencial de estos tres mundos hace necesario tres modos distintos de observación para conocerlos y para averiguar la participación del hombre en cada uno de ellos.

 

I. La Entidad Corporal del Hombre

Por medio de los sentidos corporales conocemos el cuerpo humano, aplicando el mismo método que tenemos para conocer los demás objetos perceptibles. Tal como se observan los minerales, las plantas y los animales, así también se puede observar al hombre, emparentado con estas tres formas de existencia. Al igual que el mineral, el hombre edifica su cuerpo con las sustancias de la naturaleza; al igual que la planta, crece y se propaga; al igual que el animal, percibe los objetos que le rodean y, a base de sus impresiones, forma sus experiencias internas. De ahí que podamos atribuir al hombre una existencia mineral, otra vegetal y otra animal.

La diferencia de la estructura de los minerales, de las plantas y de los animales determina sus tres formas de existencia, estructura o forma que perciben los sentidos y que es lo único que podemos designar con la palabra cuerpo. El cuerpo humano, sin embargo, difiere del del animal, lo que no puede dejar de reconocerse, cualquiera que sea la opinión que profese respecto al parentesco de uno u otro. Hasta el materialista más recalcitrante, que niegue todo lo anímico, no podrá menos que sancionar el contenido del siguiente pasaje del libro “Órganon de la Naturaleza y del Espíritu” del escritor alemán Carus: “Si bien es verdad que la estructura íntima y delicada del sistema nervioso, y en particular del cerebro, sigue siendo para el fisiólogo y el anatomista un enigma todavía insoluble es, sin embargo, un hecho incontestable que la concentración de esta estructura sigue en el reino animal una línea ascendente y alcanza en el hombre un grado superior al de cualquier otro ser. Este hecho es de suma importancia para el desarrollo espiritual humano, más aún, podemos decir que es suficiente para explicarlo. Es evidente la imposibilidad de toda aparición de ideas personales y de juicios, si el cerebro no se ha desarrollado o tiene defectos de tamaño y de estructura como sucede con los microcéfalos y los idiotas, del mismo modo que no es posible tampoco la propagación de la especie en el individuo de órganos reproductores atrofiados. Por el contario, la estructura corporal armoniosa y fuerte, especialmente la del cerebro, si bien no basta para reemplazar al genio, constituye sin embargo la primera condición indispensable para elaborar un conocimiento superior.”

Así como atribuimos al cuerpo humano tres formas de existencia: mineral, vegetal, animal, hemos de atribuirle también una cuarta, la específica humana. Por este medio de su forma mineral de existencia, el hombre está emparentado con todo lo visible; por su forma vegetal, con los seres que crecen y se propagan; por su forma animal, con los que perciben lo que les rodea y desarrollan experiencias interiores con base en impresiones exteriores; por su forma humana de existencia constituye, hasta desde el punto de vista corporal, un reino aparte.

 

II. La Entidad Anímica del Hombre

La entidad anímica del hombre difiere de su corporalidad, y constituye un mundo interior propio. El examen de la sensación más elemental pone inmediatamente de manifiesto esta particularidad. Nadie puede saber de antemano si otra persona siente dicha sensación en la misma forma que él. El daltonismo, por ejemplo, es un fenómeno conocido, y lo que sufren este defecto visual ven las cosas en diferentes matices de gris. Otras personas son ciegas solamente para ciertos colores, y la imagen del mundo que los ojos les transmiten, es diferente de la que obtienen los llamados hombres normales. Lo mismo puede decirse, poco más o menos, de los otros sentidos. De ahí se deduce, sin más, que la impresión sensorial más simple pertenece ya al mundo interior. Con mis sentidos corporales puedo percibir la mesa roja que otro también percibe, pero no la sensación que, del rojo, tiene esa otra persona.

Por consiguiente, hemos de calificar de anímico lo que es impresión sensorial. Una vez evidente este hecho, pronto dejaremos de considerar las experiencias interiores como meros fenómenos cerebrales o algo parecido; a la impresión sensorial viene a vincularse en primer término el sentimiento; entre las sensaciones, unas nos causan placer, otras pena; se trata de modificaciones de nuestra vida interior, anímica; con nuestros sentimientos nos creamos un segundo mundo, además del que influye sobre nosotros desde fuera, y todavía intervienen un tercer factor: la voluntad. Por medio de ella obra el hombre a su vez sobre el mundo exterior y le imprime su propio ser interior; el alma humana se vierte en cierto modo en el mundo exterior por medio de sus actos volitivos. Los actos humanos se distinguen de los fenómenos de la naturaleza externa, en que los primeros llevan la impronta de la vida interior del hombre. Así, pues, se enfrenta el alma como elemento propio que caracteriza al hombre con el mundo exterior, de ese mundo recibe los estímulos, y configura de acuerdo con ellos un mundo que le es propio, de este modo se convierte la corporalidad en fundamento y soporte para lo anímico.

 

III. La Entidad Espiritual del Hombre

Lo anímico en el hombre no está determinado únicamente por el cuerpo. El hombre no vaga de una impresión sensoria a otra sin dirección no objeto, ni obra bajo el impulso de cualquier estímulo, ya proceda de afuera o de su propio organismo, sino que reflexiona sobre sus percepciones y sus actos. Debido a la reflexión sobre sus percepciones adquiere conocimiento acerca de las cosas; debido a la reflexión sobre sus actos introduce un nexo racional en su vida. Sabe el hombre que sólo dejándose guiar por rectos pensamientos, tanto en su cognición como en sus actos, podrá cumplir dignamente su misión de hombre. Por consiguiente, el alma se encuentra colocada entre dos necesidades: por las leyes del cuerpo está gobernada conforme una necesidad natural; en cambio se deja determinar por las leyes que le conducen a un pensar correcto, porque reconoce libremente su necesidad. La naturaleza somete al hombre a las leyes de su organismo, él, a su vez, se somete voluntariamente a las del pensamiento. De este modo se convierte en miembro de un orden, este orden superior es el espiritual, superior al que pertenece por su cuerpo. Por otra parte, lo corporal difiere de lo anímico tanto como éste de lo espiritual. Mientras nos limitemos a considerar las partículas de carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno que actúan en el cuerpo, no podremos tratar del alma. La vida anímica comienza solamente cuando a esos movimientos se agrega una sensación: “saboreo algo”, “experimento placer”. Del mismo modo, mientras sólo observemos las experiencias anímicas que vive el hombre al entregarse completamente al mundo exterior y a su vida corporal, no tendremos en cuenta al espíritu; lo anímico es más bien base para lo espiritual, como lo corporal lo es para lo anímico. El naturalista se ocupa del cuerpo, el psicólogo del alma, y el investigador espiritual del espíritu.

Distinguir claramente por observación de la propia personalidad, la diferencia entre cuerpo, alma y espíritu, es indispensable para quien, mediante el pensar, quiere llegar a comprender la naturaleza esencial del ser humano.