LA PRIMERA DE CATORCE CONFERENCIAS DENOMINADAS "EL ESTUDIO DEL HOMBRE COMO BASE DE LA PEDAGOGÍA"
PRONUNCIADAS POR RUDOLF STEINER A LOS MAESTROS DE LA PRIMERA ESCUELA WALDORF, EN STUTTGART, ALEMANIA EL AÑO 1919
Esta conferencia fue dada a personas que habían estudiado y profundizado la Antroposofía. La adecuada comprensión de estas conferencias requiere del estudio previo de las obras básicas de la antroposofía escritas por Rudolf Steiner, a saber: Teoría del Conocimiento Basada en la Concepción del Mundo de Goethe, La Filosofía de la Libertad, Teosofía: Introducción al conocimiento suprasensible del mundo y del destino humano, Ciencia Oculta, Un Bosquejo, y Cómo se adquiere el Conocimiento de los Mundos Superiores. El estudio de estas cinco obras es necesaria y fundamental para el correcto estudio y comprensión de estas conferencias pedagógicas.
"Amigos míos: Para que emprendamos nuestro cometido correctamente, hemos de concebirlo, no solo en su aspecto intelectual y emotivo, sino también y en sentido más elevado, en su aspecto moral y espiritual. Siendo esto así, ustedes comprenderán el por qué hoy, al iniciar nuestro cometido, reflexionemos previamente sobre la relación que deseamos establecer con los mundo espirituales mediante nuestra actividad. Hemos de tener conciencia que en esta tarea no trabajamos como simples moradores del plano físico; esta concepción que ha estado ganando terreno en el curso de los últimos siglos, ha hecho de la enseñanza y la educación lo que son actualmente. He aquí precisamente lo que pretendemos mejorar con la tarea que nos hemos impuesto. Con este fin, vamos a empezar por reflexionar sobre la manera de establecer el contacto con aquellas potencias espirituales bajo cuyo orden y mandato cada uno de nosotros, en cierto sentido habrá de trabajar.
Lo que pretendemos no es posible si no sentimos la trascendencia de nuestra tarea, si no nos hacemos cargo de que una misión muy especial se ha asignado a esta escuela. A este fin, hemos de concretar nuestros pensamientos, darles una forma que realmente nos permita tener conciencia de que aspiramos con esta escuela a formar algo fuera de lo común. Para lograr esta forma, hemos de procurar no tomar la fundación de esta Escuela como trivial suceso de todos los días, sino considerarla como acto solemne de orden cósmico. Es en este sentido, estimo oportuno expresar, en nombre del espíritu que ha de conducir a la humanidad, trascendiendo la miseria y el infortunio, a alcanzar un nivel más elevado de enseñanza y educación, el más cordial agradecimiento a quienes inspiraron a nuestro querido señor Molt el luminoso pensamiento de llevar a cabo, en bien del progreso de la humanidad, la fundación de la escuela Waldorf. Sé que el señor Molt tiene conciencia de lo débiles que son las energías que pueden movilizarse para llenar este cometido, pero él podrá actuar entre nosotros con el debido vigor si, juntamente con él, sentimos la magnitud del cometido y recogemos como efemérides clave, como momento solemne del orden cósmico, esta fecha en que comenzamos nuestras labores. Así, estimados amigos, queremos dar principio a nuestro trabajo: considerándonos como seres humanos a quienes el Karma ha colocado en un lugar especial, de donde se irradiará, no lo que sea común, sino que algo que engendre en los participantes el sentimiento de aquel solemne momento cósmico.
En primer lugar, enfocaremos el estudio de nuestra tarea pedagógica, para el cuál hoy voy a ofrecerles una introducción. En efecto, nuestra tarea pedagógica habrá de ser distinta de las actividades docentes que la humanidad ha venido formulando en el pasado; habrá de ser distinta, no porque creamos, con vana altanería, que estamos llamados a inaugurar de motu propio un nuevo régimen pedagógico del mundo, sino que porque sabemos, con fundamento en la ciencia espiritual de orientación antroposófica, que las sucesivas épocas evolutivas asignan a la humanidad siempre renovadas tareas. Distinto fue lo que correspondió en la primera, segunda y hasta la entrada de la quinta época evolutiva postatlante en que nos hallamos ahora. Hemos de advertir que sólo algún tiempo después de haber entrado en determinada época evolutiva, la humanidad adquiere conciencia de lo que le incumbe a ella.
La época evolutiva en que ahora nos hallamos comenzó a mediados del siglo XV, y no es hasta ahora que lo que esta época exige de nosotros en cuanto a tarea pedagógica, asciende a nuestra conciencia procediendo de los trasfondos espirituales. Hasta ahora, los hombres, por excelentes que hayan sido sus intenciones, trabajan pedagógicamente dentro de las características de la educación antigua, la que concernía a la cuarta época evolutiva postatlante. Desde un principio, hemos de ponernos a tono con nuestra tarea, esto es, comprender que nuestra época clama por cierta dirección, cuya importancia no reside en su validez absoluta para toda la evolución de la humanidad, sino justamente en su validez específica para nuestra época. El materialismo, amén de otros efectos, ha producido el resultado de que los hombres no tienen conciencia de las tareas particulares de una época particular, ni sobre todo -y fíjense bien lo que afirmo- del hecho mismo que la peculiaridad de cada época requiere tareas específicas.
Al confiárseles niños de determinada edad para su educación y enseñanza, habrán ustedes de tener en cuenta que llegan después de haber recibido en la primera época de su vida, la educación, quizás mala educación, de sus padres. Nuestro ideal pedagógico sólo podrá lograrse cabalmente cuando la colectividad haya avanzado lo suficiente para que incluso los padres comprendan que a la humanidad actual le corresponde una misión específica ya desde la primera fase de la educación; pero, no obstante, podremos enderezar en los niños que se nos confíen, algunos de los malogros de esa primera época. Más para ello es necesario que nos compenetremos firmemente de una conciencia en base a la cual cada uno de nosotros debe concebir nuestra enseñanza y educación.
No olviden ustedes, al dedicarse a su tarea, que toda nuestra civilización contemporánea se finca sobre el egoísmo humano, incluso en lo tocante a las esferas más espirituales.
Observen, sin perjuicios, el campo espiritual al que el hombre de hoy se entrega, el campo religioso por ejemplo, y pregúntense si, en materia religiosa, nuestra civilización no se halla polarizada hacia ese egoísmo humano. En efecto, es característico de nuestro tiempo el que en los sermones que se predican en las iglesias, el clérigo trate de conquistar al hombre por el lado del egoísmo. Veamos de una vez lo que más profundo interés ha de despertarle a cualquier persona: el problema de la inmortalidad, y démonos cuenta de que, hoy día, incluso en los discursos de tipo espiritual, todo tiende a captar al hombre apelando a su egoísmo por lo suprasensible. Debido a esta tendencia, el hombre no desea atravesar anulado el umbral de la muerte, sino conservar la continuidad de su yo. Esto, aunque muy sublimado, es al fin egoísmo, y a este tipo de egoísmo recurre hoy toda confesión religiosa, en vasta medida, cuando enfoca el problema de la inmortalidad. Por esta razón, cuando las confesiones religiosas se dirigen al hombre, suelen olvidarse de un extremo de nuestra terrenal carrera, y tienen sólo en cuenta el otro: ponen mucho énfasis en la muerte, y se olvidan del nacimiento.
He aquí lo que subyace, aunque no se enuncie abiertamente. Vivimos en un tiempo en que es necesario combatir en todas las esferas ese llamado egoísmo humano, pues de subsistir, los hombres continuarían yendo cuesta abajo por el camino que han empezado a hollar. Hemos de desarrollar, más y más, la conciencia hacia el primer extremo de la evolución humana dentro de la carrera terrenal, el que corresponde al nacimiento. Hemos de dar cabida en nuestra comprensión al hecho de que el hombre, durante largo intervalo, se desarrolla entre la muerte y el nuevo nacimiento y que, en el curso de este desarrollo, llega a un punto donde, como si dijéramos, muere para el mundo espiritual, no pudiendo seguir viviendo en él sin pasar a otra forma de existencia. Esta nueva forma de existencia la adquiere revistiéndose de un cuerpo físico y un cuerpo etéreo; no podría alcanzar el nivel que logra gracias a este revestimiento si continuara su desarrollo rectilíneo en el mundo puramente espiritual. Por consiguiente, cuando tenemos el privilegio de contemplar con ojos físicos al niño, del nacimiento en adelante, hemos de saber que se trata de una continuación. No nos fijaremos únicamente en las experiencias de la existencia humana post-mortem, es decir, en la continuación espiritual de lo físico, sino que hemos de tratar de ser conscientes, a la vez, de la continuación de lo espiritual en la existencia física, así como procurar nosotros, por la educación, el que se continúe lo que, sin nuestra participación, haya sido llevado a cabo por entidades superiores. Para que nuestra educación y didáctica se eleven a la categoría que les corresponde, hemos de tener conciencia de que: todo cuanto se haga en el ser humano a nuestro cargo, ha de ser continuación de la actividad realizada por entidades superiores, antes del nacimiento.
Hoy, perdido por los hombres el nexo mental y emotivo con los mundos espirituales, se nos formula a menudo en forma abstracta una pregunta que carece de sentido frente a una concepción espiritualista del mundo; se nos pregunta cómo encausar la llamada educación prenatal. Muchas personas de nuestra época toman las cosas así, esquemáticamente; en cambio, para un modo de pensar concreto, las preguntas no pueden crecer en vaguedad ad infinitum. Mencionaré en cierta oportunidad el siguiente ejemplo: si observamos surcos en un camino, podemos preguntar: ¿a qué se deben? -A un carruaje que pasó por ahí- ¿Por qué pasó el carruaje? -Porque los que estaban sentados en él, querían llegar a cierto lugar-
¿Por qué querían llegar a ese lugar?.... Y así las preguntas llegan a un punto donde se interrumpen. Abstractamente se puede seguir formulando por qué hasta el infinito. El pensar concreto tiene un fin, no así el abstracto que puede girar eternamente como si fuera una rueda. Lo propio acontece con todo lo que se relacione con temas alejados del cotidiano vivir: la gente reflexiona sobre la educación y se interroga sobre el período prenatal, sin tener en cuenta que, antes del nacimiento, el ser humano se halla amparado todavía por entidades que se encuentran más allá del mundo físico, y a las que queda encomendada la vinculación individual inmediata entre el mundo y el individuo. Por consiguiente, la educación prenatal no tiene que ejercer ninguna función directa sobre el niño; solo puede ser consecuencia inconsciente de la conducta de los padres y, en particular, de la madre. Si la madre, antes de dar a luz, lleva una vida armónica con lo moral y lo intelectual, los resultados de su continua autoeducación se transmitirán por sí solos al niño. Mientras menos se piense en educar al niño antes de que vea la luz del mundo, y mayor sea el empeño hacia una vida correcta y educada, tanto mejor para el niño. La educación sólo puede empezar cuando el pequeñuelo quede realmente insertado en el orden del plano físico, esto es, tan pronto como empiece a respirar el aire exterior.
Llegado este momento, hemos de tener conciencia de lo que significa para el niño su traslado de un plano espiritual al físico. Aclaremos, ante todo, que la real entidad humana está constituida por dos miembros, pues antes de que ella salga al escenario terrenal, se realiza una unión entre espíritu y alma, y cuando digo espíritu, me refiero a lo que actualmente se halla todavía oculto en el mundo físico y a lo que en terminología antroposófica damos los nombre de: Hombre-Espíritu, Espíritu de Vida, Yo Espiritual. Respecto a estos tres aspectos constitutivos del hombre, he de manifestar que ellos existen en la esfera suprasensible a la que hora hemos de abrirnos paso; efectivamente, entre la muerte y el nuevo nacimiento nos hallamos en cierta relación con ellos. La energía que parte de este terno: Hombre-Espíritu, Espíritu de Vida, Yo Espiritual, impregna la estructura psíquica del hombre: alma consciente, alma racional y alma sensible.
Quien pueda contemplar la entidad humana cuando se dispone a descender nuevamente al mundo físico después de pasar por la existencia entre la muerte y el nuevo nacimiento, observará lo espiritual al que acabo de referirme, vinculado a lo psíquico. El hombre desciende, como si dijéramos, como alma espiritual o espíritu anímico, de una esfera superior a la existencia física, revistiéndose de ésta.
Ahora bien, podemos decir respecto de este segundo miembro constitutivo que se une con el alma espiritual, que lo que se le ofrece en el ambiente terrenal es el resultado de los procesos de la herencia física. Al alma espiritual, o espíritu anímico, se le brinda como ofrenda el "cuerpo biológico" de manera que resulta una unión de dos ternario: del lado del alma espiritual, el Hombre-Espíritu, el Espíritu de Vida y el Yo Espiritual, háyanse unidos con el complejo anímico constituido por el alma consciente, alma racional y alma sensible. Están unidos y, en su descenso al mundo físico habrán de mancomunarse con el cuerpo sensible o astral, el cuerpo etéreo y el cuerpo físico, a su vez vinculados, primero en el seno de la madre y luego en el mundo exterior, con los tres reinos del mundo físico, el mineral, vegetal y animal, de modo que aquí también se trata de un consorcio de dos ternarios. Si se observa con suficiente imparcialidad, al niño que se ha internado en el mundo, se da uno cuenta de que, en él, el espíritu anímico, o alma espiritual, se halla todavía separado del "cuerpo biológico". La misión de la educación, espiritualmente concebida, consiste en concordar el espíritu anímico con el “cuerpo biológico”. Entre ellos hay que establecer la armonía y consonancia, que no existe, pues están desajustados, al nacer el niño al mundo físico. La tarea del educador, y también del que enseña, es la afinación mutua de estos dos miembros.
Enfoquemos ahora esta tarea de manera más concreta. Entre todas las relaciones del hombre con el mundo que lo rodea, descuella por su importancia la respiración. En efecto, es ella lo primero que se inicia con el nacimiento, ya que los procesos respiratorios en el seno de la madre, no pasan de la función preparatoria, sin llegar a establecer una conexión completa con el entorno. Lo que propiamente puede llamarse respiración, empieza cuando el hombre ha salido del seno materno, y esta función es de muchísima importancia para la entidad humana, por hallarse en ella ya involucrado todo el sistema ternario del hombre físico. Entre los elementos de este sistema contamos, para empezar, con el metabolismo.
Este metabolismo, hacia un lado, íntimamente se liga con la respiración; asimismo es de índole metabólica la conexión entre el proceso respiratorio y la circulación sanguínea, pues ésta recoge las sustancias exteriores que se introducen en el cuerpo por otros caminos, y las adecúa al cuerpo humano; de suerte que, por un lado, la respiración guarda relación con todo el sistema metabólico, sin menoscabo de las funciones que le son propias. Por otro lado, la respiración humana se halla también en conexión con las funciones neurosensorias.
Al inhalar, comprimimos continuamente el líquido cefalorraquídeo hacia el cerebro, al espirar, lo presionamos de vuelta hacia el cuerpo, y así trasladamos el ritmo respiratorio al cerebro. La respiración está, pues, en conexión, por un lado, con el metabolismo y, por el otro, con la vida neuro-sensoria. Podemos decir que la respiración es el mediador más importante entre el hombre, ya morador del mundo físico, y este mundo, si bien hemos de tener presente que la respiración del recién nacido dista mucho de lo que debiera ser para que se mantenga el funcionamiento de la vida física, deficiencia que se hace patente sobre todo en un aspecto: en el hombre que entra en la existencia física, todavía no se ha producido la justa armonía, la justa relación entre el proceso respiratorio y el neuro-sensorio.
La observación de que la naturaleza esencial del niño, nos permite afirmar que todavía no ha aprendido a respirar en forma tal que esta función debidamente alimente el proceso neuro-sensorio: he aquí otra de las íntimas características de lo que hay que hacer con el niño. Hemos de empezar por comprender la entidad humana tanto en lo antropológico como en lo antroposófico. Las más importantes medidas pedagógicas tendrán en cuenta, pues, la observación de todo lo que sirva para el debido acoplamiento del proceso respiratorio con el neuro-sensorio. En sentido superior, el niño tiene que aprender a dar cabida en su espíritu a lo que sólo puede experimentar en virtud de haber nacido y poder respirar. Sin duda alguna, el que la educación tenga en cuenta la respiración, armonizándola con el proceso neurosensorio, ayuda a la incorporación de lo anímico-espiritual en la vida física del niño. Como simple afirmación podemos decir: el niño todavía no sabe respirar correctamente, y por medio de la educación hemos de enseñárselo.
Hay, además, otra función que el niño no domina y que hemos de acometer para que concuerden los dos aspectos constitutivos, es decir, el "cuerpo biológico" y el alma espiritual. La función que el niño no domina al comienzo de su existencia, es la de llevar a cabo, en forma adecuada a la naturaleza humana, el cambio entre el sueño y la vigilia. Me permito hacerles notar que los puntos sobre los que regularmente tenemos que insistir en sentido espiritual , parecen contradecir el orden externo del mundo; en efecto, si se miran las cosas exteriormente, es fácil decir que el niño puede dormir bien; que duerme mucho más que el hombre de edad más avanzada; que durmiendo entra el niño a la vida. Sin embargo, el niño no tiene control alguno sobre lo que subyace en el sueño y la vigilia; tiene sus experiencias en el plano físico; hace uso de sus extremidades; come, bebe y respira. Pero el niño no puede traspasar al mundo espiritual, para allí elaborarlo y regresar al plano físico con los resultados de esa elaboración, todo lo que aprende en este mundo físico, todo lo que ve con sus ojos, todo lo que oye con sus oídos, lleva a cabo con sus manos. Lo característico del sueño infantil es lo que lo distingue del de los adultos: en el de éste último, se elabora de preferencia lo que el hombre experimenta entre el despertar y el dormirse; el niño, en cambio, al dormirse y confundirse vitalmente con el orden universal, todavía no es capaz de llevar consigo sus experiencias diurnas. La correcta educación ha de tener por objetivo lograr que lo que se experimente en el plano físico, se lleve e incorpore en las actividades a las que el alma espiritual o espíritu anímico se halla entregada desde el momento de dormirse hasta el despertar. Como maestros y educadores nada podemos transmitirle al niño de los mundos superiores, pues lo que de ellos procede, penetra en la conciencia cuando el hombre está dormido. Lo único que podemos hacer es aprovechar el tiempo que el niño pasa en el plano físico ocupándolo en actividades que paulatinamente pueda llevar al mundo espiritual, de donde habrá de fluirle la energía que le permita cumplir con su misión humana en la existencia terrestre.
Vemos, pues, que en un principio, toda actividad docente y educativa se dirige hacia un campo importante; la enseñanza de la correcta respiración y de la correcta alternancia rítmica entre sueño y vigilia. Huelga decir que las medidas educativas y didácticas de que aquí nos ocuparemos, no desembocan en un adiestramiento de la respiración, ni tampoco de las funciones del dormir y del estar despierto. Todo esto quedará en segundo plano cuando estudiemos las medidas concretas que han de adoptar en clase; pero siendo indispensable poseer una conciencia de fondo de cuanto hagamos, hemos de saber que la enseñanza de tal o cuál materia, activa en el niño, por una parte, la introducción del alma espiritual en el cuerpo físico, y por otra la de la "corporalidad biológica" en el alma espiritual.
No desestimemos la importancia de lo dicho: mientras se preste atención únicamente a lo que el maestro hace, y no a lo que es, no se llegará a ser un buen educador e instructor. La ciencia espiritual de orientación antroposófica nos fue dada precisamente para que nos percatáramos del hecho de que el hombre influye en el mundo no sólo por sus actos, sino, y en mayor proporción todavía, por lo que es. En efecto, existe una diferencia notable entre lo que se produce entre un maestro u otro cuando entran a un aula para impartir su lección a un grupo de alumnos. Esta diferencia no radica en su mayor o menor habilidad didáctica, sino en su actitud mental: el maestro concentrado en pensamientos que se relacionan con el hombre en cierne, ejerce sobre sus educandos un efecto distinto del de su colega que nada sabe de todo esto, ni hacia ello dirige su mente. Por ejemplo, ¿qué sucede en el momento en que ustedes reflexionan sobre las ideas aquí expuestas, es decir, en que empiezan a conocer el significado cósmico del proceso respiratorio y de su transformación por medio de la educación, o el del proceso rítmico que se desenvuelve entre el dormir y estar despierto? Desde el momento que acogen tales ideas, algo en ustedes combate lo que es mero personalismo, y se eclipsan todos los factores que lo condicionan: así pierde fuerza algo de lo que predomina en el hombre precisamente por su condición física. Al entrar en el aula en semejante estado de mengua de lo personal, se establece, gracias a ciertas energías internas, la debida relación entre educandos y maestro. Puede suceder que, en un principio, los hechos exteriores parezcan demostrar lo contrario: ustedes entran al aula y se encuentran con pilluelos y pilluelas que se burlan de ustedes. Si esto ocurre, habrán de sentirse tan fortalecidos por los pensamientos que constituyen el tema de este cursillo, que, lejos de perturbarse por esas burlas, las acepten como si fuera un meteoro exterior: por ejemplo, salieron sin paraguas y los sorprende un aguacero. No cabe duda de que es una sorpresa desagradable, y de que, por lo regular, el hombre hace una distinción entre caer víctima de la burla, o caer víctima de la lluvia por falta de paraguas. No se justifica esa distinción, no debe hacerse, sino desarrollar pensamientos tan vigorosos que nos permitan aceptar la burla cual si fuera un chubasco. Si semejantes pensamientos nos alientan y si les tenemos la debida fe, por mucho que los niños se rían de nosotros en el principio, lograremos una o dos semanas después, quizás más tarde todavía, establecer con los escolares la relación que consideramos deseable. Hemos de conseguirla pese a toda resistencia, y será posible gracias a nuestra autoeducación en el sentido indicado. Hemos de adquirir, primordialmente, conciencia de nuestra fundamental tarea pedagógica: la de hacer algo de nosotros mismos; que nos percatemos que existe una relación intelectual o espiritual entre maestro y discípulo, y que entremos en el aula con la certidumbre de su existencia, por encima de toda palabra, de toda amonestación y de la práctica didáctica. Debemos atender todo lo externo mencionado, pero su correcto cultivo implica el que establezcamos, como hecho fundamental, la íntegra relación entre los pensamientos que nos saturan y los efectos que han de producirse en el cuerpo y alma de los niños como resultado de la clase. Toda nuestra actitud frente a la enseñanza sería incompleta si no lleváramos dentro de nosotros la convicción siguiente: nació el hombre y, con ello, se le dotó de la posibilidad de hacer lo que era irrealizable en el mundo espiritual. Lo primero en la educación y enseñanza es lograr que la respiración del niño armonice con aquél mundo donde el hombre no podía llevar a cabo el cambio rítmico que corresponde a vigilia y sueño, tal como se lleva a cabo en el mundo físico. Mediante la educación y la enseñanza, hemos de regular este ritmo de manera tal que el "cuerpo biológico" quede debidamente insertado en el espíritu anímico o alma espiritual. Naturalmente que esto no es una abstracción aplicable en clase en forma directa; es una idea rectora sobre la entidad humana que debe formar nuestro criterio."