PRIMER CAPÍTULO DEL LIBRO "CIENCIA OCULTA, UN BOSQUEJO" DE RUDOLF STEINER, ESCRITA EN 1910
¿QUÉ ES CIENCIA OCULTA?
Para el contenido de este libro se empleará un antiguo término: Ciencia Oculta. Este término puede despertar en diversas personas de la época actual sentimientos del carácter más opuesto: repelente para muchas, provocando burlas en otras, o bien sonrisas de lástima y tal vez desprecio.
Estas personas se imaginan que el modo de pensar así designado puede estribar solamente en sueños fantásticos y ociosos; que tras una “pretendida” ciencia sólo puede encubrirse el impulso para renovar toda clase de supersticiones justamente esquivadas por quienes se han impuesto el “verdadero método científico” y el “genuino afán de conocimiento”. En otras personas, este vocablo conducirá a imaginarse que, a través suyo, puede adquirirse lo que no es posible por otros caminos, y hacia lo cual, según su predisposición, se sienten atraídas por una profunda ansia interna de conocimiento o por la curiosidad sublimada del alma. Entre estas opiniones tan diametralmente opuestas, existen todos los matices posibles de estados intermedios de repudio o aceptación condicional, relacionados con las distintas interpretaciones a que dan lugar las palabras “Ciencia Oculta”. No hay que negar que, para muchos, tienen un sonido mágico: parecen satisfacer una pasión fatal por el conocimiento de un algo “ignoto”, misterioso y aún oscuro, que no puede conquistarse de manera natural, ya que muchas personas no desean satisfacer las ansias más profundas de su alma mediante algo que pueda ser claramente entendido. Están convencidas de que, además de lo naturalmente cognoscible, ha de existir algo en el mundo que se substrae a toda cognición, y en forma extrañamente paradójica, de la que no se dan cuenta, rechazan, para sus ansias más profundas de saber, todo lo “conocido”, y sólo están dispuestas a aceptar lo que no pueda decirse que sea cognoscible por medio de la investigación conforme a la Naturaleza.
Al hablar de “Ciencia Oculta”, sería conveniente tener presente el hecho de que nos vemos confrontados con interpretaciones erróneas, causadas precisamente por este tipo de defensores de una ciencia de este género, defensores que, en realidad, no luchan por alcanzar el conocimiento, sino su antítesis.
Esta obra se dirige a lectores que, firmes en su imparcialidad, no se dejan despojar de ella sólo porque, por diversas circunstancias, una palabra suscita determinados prejuicios. No nos ocuparemos aquí de un conocimiento que, en uno u otro aspecto, haya de considerarse como “secreto” y, por tanto, accesible únicamente a ciertos individuos por un favor especial del destino. Haremos justicia al empleo de este término, en el sentido que aquí se usa, si consideramos lo que Goethe se propone cuando habla de los “misterios manifiestos” en los fenómenos del Universo: se considera como contenido de un conocimiento suprasensible, lo que en ellos permanece “oculto”, es decir, no manifiesto, cuando se les capta sólo por medio de los sentidos y del entendimiento a éstos ligado*.
Obviamente, lo que aquí se entiende por ciencia oculta no es ciencia para el que considere “científico” solamente lo que se revela a través de los sentidos y mediante el intelecto a su servicio. Sin embargo, si tal persona quisiera comprenderse a sí misma, debería reconocer que rechaza la ciencia oculta, no con base en una comprensión bien fundamentada, sino obedeciendo un mandato que surge de su apreciación puramente subjetiva. Para comprender esto, basta considerar cómo se origina la ciencia y qué significado tiene en la vida humana. El origen de la ciencia en su naturaleza esencial, no se descubre examinando los objetivos que ella abarca, sino observando el género de actividad científica: hemos de considerar la actitud del alma en el proceso mismo en que ella adquiere el conocimiento científico. Con el hábito de poner en movimiento este género de actividad tan sólo cuando nos ocupamos de las manifestaciones de los sentidos, fácilmente nos formamos la opinión de que la manifestación sensoria es lo esencial, sin darnos cuenta de que determinada actitud anímica ha sido aplicada nada más que a la manifestación de los sentidos. Es posible, no obstante, transcender esta arbitraria limitación personal y, haciendo a un lado esa aplicación peculiar, considerar las características de la actividad científica, como tal. En esto nos basamos para referirnos al conocimiento de un contenido del mundo, no perceptible a los sentidos, como algo “científico”. La comprensión humana quiere ocuparse de este contenido del mundo, de la misma manera que está activa en el de las ciencias naturales.
La ciencia oculta pretende desvincular los métodos de investigación y la actitud mental inquisidora, propios de las ciencias naturales, de su aplicación especial en su propia esfera, donde se circunscriben a la relación y al decurso de los fenómenos físicos, pero al mismo tiempo desea conservar su manera especial de pensar y sus demás peculiaridades. La ciencia oculta se propone enfocar lo no sensible de la misma manera que las ciencias naturales enfocan lo sensible, lo que implica que, en tanto éstas mantienen su método de investigación y manera de pensar dentro del mundo sensible, la ciencia oculta trata de considerar el empleo de esta actividad mental relacionada con la Naturaleza, como una especie de autoeducación anímica, para aplicar luego lo adquirido a los dominios de lo suprasensible. Su modo de proceder consiste en que, si bien no se ocupa de los fenómenos de los sentidos como tales, enfoca el contenido no sensible del mundo, precisamente de la misma manera que el investigador de la Naturaleza habla del contenido del mundo sensible; retiene del método científico natural la actitud anímica que prevalece en él, es decir, precisamente aquello que define la investigación natural como ciencia. De ahí que esta investigación oculta pueda, con razón, llamarse ciencia.
Quien reflexione sobre la significación de la ciencia natural en la vida humana, encontrará que su pleno valor no puede agotarse con la adquisición de conocimientos relacionados con la naturaleza, porque tales conocimientos nunca pueden conducir sino a experimentar algo que el alma humana misma no es. El elemento anímico no vive en lo que el hombre capta de la Naturaleza, sino tan sólo en el proceso de conocer; el alma se experimenta a sí misma por hallarse en esa actividad de conocer la Naturaleza. Lo que ella adquiere vitalmente en esta actividad, es algo distinto de un simple conocimiento de la Naturaleza misma: es un autodesarrollo experimentado gracias a esta cognición. El científico de lo oculto aplica los frutos de este autodesarrollo a dominios que se encuentran más allá de la simple Naturaleza; lejos de negar el valor de la ciencia natural, desea reconocerlo más aún que el hombre de ciencia mismo. Sabe que, sin el rigor que priva en el modo de pensar de la ciencia natural, no puede fundamentarse ninguna ciencia; y sabe también que, una vez adquirido tal rigor por haber penetrado a fondo en el espíritu del pensar científico-natural, puede retenerlo el alma para emplearlo en otros dominios.
Sin embargo, hay algo que puede darnos en qué pensar. Al estudiar la Naturaleza, se siente el alma sostenida por el objeto que estudia, en grado mucho mayor que cuando corresponde a contenidos no sensibles del mundo. En este caso, es necesario que el observador, por impulsos puramente internos, posea, en mayor grado, la facultad de mantener el carácter del modo de pensar científico. Como muchas personas inconscientemente creen que este modo de pensar sólo puede mantenerse intacto dentro del cauce ofrecido por los fenómenos naturales, se sienten inclinadas a decidir, mediante una declaración tajante, que tan pronto como se abandona este cauce, el método científico camina a tientas en el vacío. Quienes así piensan no se han dado cuenta de la peculiaridad del auténtico espíritu científico; basan sus opiniones, en su mayor parte, sobre los errores que, por necesidad, surgen cuando la actividad científica no está suficientemente robustecida por la observación de los fenómenos naturales, y cuando, a pesar de esto, el alma desea entregarse a la consideración de las regiones no sensibles del mundo. Así resulta, naturalmente, mucha palabrería no científica sobre el mundo no sensible, pero no porque en su esencia sea incapaz de ser científico, sino porque, en el caso especial, se ha descuidado la autoeducación científica al observar la naturaleza.
Por lo que antecede, quien se ocupe de la ciencia oculta, sin duda necesitará tener conciencia plena de toda clase de fuegos fatuos que se presentan cuando, sin apoyo en un sólido criterio científico, se discute algo relativo a los misterios manifiestos del mundo. No obstante, precisamente en este punto, a nada se llega si, al principio de una exposición sobre ciencia oculta nos detenemos en toda clase de errores, ante personas influidas por prejuicios que desacreditan cualquier investigación de tipo oculto, ya que por la existencia efectiva de numerosos errores opinan que todo este esfuerzo carece de justificación. Sin embargo, considerando que los hombres de ciencia o los críticos de mentalidad científica, rechazarán la ciencia oculta con base únicamente en la declaración tajante antes mencionada, y que la referencia a los errores es sólo un pretexto a menudo inconsciente; toda discusión con tales opositores se convierte en infructuosa. En realidad, nada les impedirá objetar, muy justificadamente, que nada puede determinar de manera definitiva, a priori, hasta qué punto es válida la creencia de una persona de que otra se halla en error. Por tanto, quien aspire a la ciencia oculta no puede sino presentar simplemente lo que, a su juicio, cree poder sustentar. Sólo aquellos que, evitando toda declaración autoritaria, sean sensibles a la índole de las informaciones que se relacionan con los misterios manifiestos de los eventos cósmicos, pueden apreciar la justificación del ocultista para impartirlas. De hecho, le incumbe mostrar la relación entre sus asertos y otras conquistas alcanzadas en el campo del conocimiento y de la vida; qué objeciones son posibles y hasta qué grado las realidades directas, externas, obvias de la vida, corroboran sus observaciones. Sin embargo, no deberá nunca tratar de presentar sus informaciones en forma tal que el efecto se produzca mediante su arte de persuadir, más que por el contenido de aquéllas.
He ahí una objeción que se oye con frecuencia respecto de las exposiciones de la ciencia oculta: estas exposiciones no ofrecen prueba de lo que alegan; afirman simplemente esto o aquello, y dicen que la ciencia oculta lo constata. Lo que sigue será tergiversado si se supone que este criterio rige su contenido.
Lo que aquí se pretende es procurar que la capacidad del alma, desarrollada al contacto con el conocimiento de la Naturaleza, continúe desarrollándose hasta donde su índole se lo permita, y luego llamar la atención sobre el hecho de que en tal desarrollo el alma tropieza con hechos suprasensibles, y con ello se da por supuesto que todo lector capaz de convenir en lo que se ha dicho, topa necesariamente con tales hechos.
Es cierto, sin embargo, que, desde el momento en que entramos en los dominios de la ciencia espiritual, existe una diferencia en comparación con el punto de vista puramente científico-natural; en la ciencia natural los hechos se encuentran dados en el mundo sensible; el expositor de la ciencia natural considera la actividad del alma como secundaria frente a las relaciones y al curso de los acontecimientos en aquel mundo sensible. En cambio, el expositor de la ciencia espiritual se ve en la necesidad de colocar en primer término la actividad anímica, pues depende de ella el que sus oyentes o lectores puedan llegar a los hechos de manera apropiada. No es como en las ciencias naturales donde los hechos existen, aunque incomprendidos, ante la percepción humana, incluso sin su actividad anímica: en la percepción espiritual sólo entran gracias a la actividad del alma. El expositor de la ciencia espiritual supone, por consiguiente, que el lector busca los hechos mancomunadamente con él; impartirá la presentación narrando el proceso de su descubrimiento; y en la narración prevalecerá la actitud mental propia de los métodos de la ciencia oficial, no una arbitrariedad personal. Por lo tanto, será también necesario que el expositor explique los métodos mediante los cuales se llega a la consideración de lo no sensible, de lo suprasensible.
Quien esté dispuesto a aceptar una presentación basada en la ciencia oculta, pronto verá que, por su medio, adquiere representaciones e ideas que antes no tenía, con lo que llega a un nuevo criterio también respecto de lo que anteriormente se había imaginado acerca de la esencia de la “demostración”; se dará cuenta de que, en una exposición de la ciencia natural, la “prueba” es algo que se le agrega, como si dijéramos, desde fuera; mientras que en el método de pensar de la ciencia espiritual, la actividad, que, en el método científico-natural, el alma aplica a la prueba, existe ya en la búsqueda de los hechos. Estos hechos no pueden descubrirse si el sendero hacia ellos no es ya de por sí probatorio. Cualquiera que lo recorra, habrá experimentado la prueba en el proceso mismo: nada puede ganarse mediante una prueba agregada exteriormente, y por no reconocerse esto como característico de la ciencia oculta han surgido tantos malentendidos.
Toda ciencia oculta debe arrancar de dos pensamientos que pueden arraigar en el hombre. Para el ocultista, tal como aquí lo entendemos, expresan hechos que pueden experimentarse, si se recurre a los métodos adecuados; para muchas personas significan aseveraciones sumamente discutibles, cuando no los consideran como algo cuya imposibilidad puede “demostrarse”.
He ahí los dos pensamientos: primero, tras el mundo visible existe uno invisible, oculto por ahora a los sentidos y al pensar vinculado a ellos; segundo, es posible, mediante el desarrollo de las facultades latentes en el hombre, penetrar en este mundo oculto.
Habrá quien diga que no hay tal mundo oculto; que el mundo percibido por medio de los sentidos es el único; que sus enigmas puede resolverlos este mismo mundo, y que, aunque el ser humano, en el momento actual, se encuentre todavía lejos de poder resolver todas las preguntas que le plantea la existencia, seguramente llegará el tiempo en que la experiencia sensoria y la ciencia basada en ella, ofrecerán toda respuesta.
Otros admiten la existencia de un mundo oculto tras el visible, pero al mismo tiempo afirman que las facultades humanas de cognición son incapaces de penetrarlo; que éstas tienen límites que no pueden traspasarse; que los que tengan necesidad de la “fe” se refugien, si quieren, en un mundo de este género: la ciencia verdadera, basada en hechos demostrados, no tiene por qué ocuparse de él.
Luego hay un tercer grupo que considera como una especie de audacia el que el hombre pretenda, mediante su actividad cognoscitiva, penetrar en un dominio respecto del cual debe renunciar a todo “saber” y contentarse con la “fe”. Los partidarios de esta opinión consideran indebido que el débil ser humano pretenda introducirse en un orbe que sólo pertenece a la vida religiosa.
También hay quienes sostienen que el conocimiento común de los hechos del mundo sensible está al alcance de todos, pero, en lo que corresponde a lo suprasensible, vale únicamente la opinión personal del individuo, lo que excluye el hablar de ello con certidumbre de alcance general. Otros alegan muchas otras cosas.
Evidentemente, en la consideración del mundo visible surgen enigmas imposibles de resolver dentro del campo de ese mismo mundo; ni serán jamás resueltos sin trascender lo fenoménico por grandes que fueren los progresos de la ciencia, porque los hechos visibles, por su propia naturaleza interna, apuntan claramente hacia la existencia de un mundo oculto.
Todo aquel que no se dé cuenta de esto, se cierra a los enigmas que, por todas partes, surgen de la realidad sensible; no quiere darse cuenta de ciertas interrogaciones y problemas; cree, por tanto, que todos los problemas pueden resolverse por medio de los hechos manifiestos. Admitamos, desde luego, que, efectivamente, todas las preguntas que sí quiere formular, podrán hallar respuesta con base en hallazgos científicos futuros. Mas una persona que nada pregunta sobre ciertas cosas, ¿por qué habría de esperar recibir respuesta? Los que aspiran a la ciencia oculta ponen de manifiesto, simplemente, que para ellos es evidente por sí misma la existencia de tales preguntas, como expresión plenamente justificada del alma humana. Al fin y al cabo la ciencia no puede quedar comprimida dentro de límites, prohibiéndole al hombre el hacer preguntas libres de prejuicio.
A la opinión de que existen límites para el conocimiento humano que no pueden trascenderse y que obligan al hombre a detenerse ante un mundo invisible, hemos de replicar que no puede haber duda alguna con respecto a la imposibilidad de penetrar ese mundo con su tipo de cognición. Quien la considere como el único tipo posible no podrá menos que creer que no le está permitido al ser humano penetrar en un mundo superior, aunque existiera. Pero, si es posible desarrollar otro modo de cognición, este otro podrá conducirnos al mundo suprasensible; en cambio, de considerarlo imposible, se llega a un punto de vista desde el cual toda discusión acerca de lo suprasensible aparece como puro absurdo. El único fundamento para semejante opinión, imparcialmente considerada, es el hecho de que, para quien la sostiene, esta otra clase de cognición le es desconocida. ¿Cómo puede alguien emitir un juicio sobre algo que él mismo confiesa no conocer? Lógicamente, sólo es lícito hablar de lo que se conoce, y nada debe afirmarse de lo que se ignora. Tal manera de pensar sin prejuicios sólo puede reconocer el derecho a transmitir lo que es experiencia propia, mas no el de declarar inexistente aquello que no se conoce o no interesa.
A nadie puede negársele el derecho de permanecer indiferente ante lo suprasensible, pero nunca podrá haber razón válida de que alguien se constituya en autoridad, no sólo en lo que él mismo puede saber, sino también con respecto a los presuntos límites de los demás seres humanos.
A todos los que sostienen que es audacia introducirse en el mundo espiritual, la ciencia oculta les advierte que sí es posible esta penetración, y que es un pecado dejar que se estanquen las facultades que posee el hombre, en vez de desarrollarlas y hacer uso de ellas.
Finalmente, aquel que piense que las opiniones relativas al mundo suprasensible son asunto estrictamente personal, niega lo que es común a todo ser humano. No cabe duda de que la certera visión de estas cosas debe adquirirla cada cual por sí mismo, pero es también un hecho que todos los seres humanos que avanzan lo suficientemente llegan, no a resultados diferentes, sino a lo mismo. Las diferencias de opinión existen únicamente en tanto que los hombres deseen llegar a las supremas verdades, no por un sendero científico consagrado, sino por el de la arbitrariedad personal. Por otra parte, hemos de admitir, sin más, que sólo el que está dispuesto a adentrarse vitalmente en sus peculiaridades es capaz de reconocer la autenticidad de la senda de la disciplina oculta.
En el momento oportuno puede encontrar esa senda toda persona que, partiendo del mundo manifiesto, reconozca, o se imagine siquiera, o adivine, la existencia de un mundo oculto, y que, teniendo conciencia de que las facultades de percepción son susceptibles de desarrollo, sea llevada a sentir que lo oculto puede revelársele. A la persona que haya llegado a la ciencia oculta por medio de tales experiencias anímicas, se le abre no sólo la perspectiva de encontrar la respuesta a ciertas preguntas que surgen de su sed de conocimiento, sino también la perspectiva, muy diferente, de convertirse en vencedor de todo lo que estorba y debilita la vida. El verse obligado a apartarse de lo suprasensible o a negarlo significa, en cierto sentido superior, debilitamiento de la vitalidad, de hecho, muerte del alma. Es más: bajo ciertas condiciones, el perder toda esperanza de lograr que lo oculto se le revele, sume al hombre en una angustia profunda.
Aquella muerte y esta desesperación en sus múltiples formas, son, al mismo tiempo, antagonistas anímicos interiores de las aspiraciones en el sentido de la ciencia oculta; surgen cuando decrece la fuerza interior del hombre, en cuyo caso toda fuerza vital, para que entre en su posesión, ha de introducirse desde fuera. En este estado de mengua percibe, eso sí, las cosas, los seres y los acontecimientos que aparecen ante sus sentidos; los analiza con su intelecto; le causan placer y dolor; le impelen a realizar los actos de que es capaz. Puede seguir así adelante por cierto tiempo, pero de todos modos, llega, tarde o temprano, al momento en que muere interiormente, al agotarse lo que el mundo puede ofrecer a su limitada personalidad. Este no es un aserto derivado de la experiencia personal de un individuo, sino el resultado de una consideración sin prejuicios de todo lo que es vida humana. Es ese algo oculto que reposa en el fondo de las cosas lo que evita aquel agotamiento, y si se extenúa la energía para descender a ese fondo y extraer de él fuerza vital renovada deja, finalmente, de ser vitalizante incluso lo externo de dichas cosas.
En lo tocante a esta cuestión, no se trata únicamente del ser humano individual con sólo sus goces y penas personales. Precisamente mediante acertadas consideraciones científico-espirituales adquiere el hombre la certeza de que, desde un punto de vista superior, esos goces y penas del individuo están íntimamente ligados al bienestar o malestar del mundo entero. Esas consideraciones le ofrecen un camino por el que llega a comprender que si no despliega sus facultades de la manera debida daña al mundo entero y a todas las criaturas que lo habitan. Si esteriliza su vida descuidando su relación con lo suprasensible no sólo destruye algo en sí mismo, destrucción que puede acabar por llevarle a la desesperación, sino que, a causa de su flaqueza, obstaculiza la evolución del orbe en que vive.
Sin duda, el ser humano puede equivocarse; ceder a la creencia de que no existe ese mundo oculto, y que la totalidad de lo efectivo o potencial existente está ya contenido en lo que aparece a sus sentidos y a su entendimiento. Pero esta ilusión sólo es posible para la superficie de la conciencia, no para sus profundidades; el sentimiento y el deseo no se supeditan a esa engañosa creencia. De una manera u otra, volverán siempre a ansiar algo oculto, y si se les priva de ello, conducirán al hombre a la duda, o a la inseguridad en la vida, e incluso, como ya hemos dicho, a la desesperación. Una cognición que revele lo oculto es capaz de superar todo abatimiento, toda duda, toda inseguridad, toda desesperación; en una palabra, todo lo que debilita la vida y la incapacita para el necesario servicio al mundo.
He ahí el admirable fruto del conocimiento de la ciencia espiritual: proporcionar a la vida fuerza y entereza, no sólo satisfacción al deseo de saber. Inagotable es la fuente de donde este conocimiento deriva su energía para el trabajo y la confianza en la vida; nadie que alguna vez haya realmente bebido y se haya refugiado repetidas veces en esa fuente, se alejará de ella sin sentirse fortalecido.
Hay personas que no quieren saber nada acerca de este conocimiento porque ven algo morboso en lo que acabamos de decir, y tienen absoluta razón con respecto a lo superficial y externo de la vida: no quieren ver atrofiado lo que ellos sienten que constituye la llamada realidad vital. Les parece signo de flaqueza volver la espalda a esa realidad y buscar la salvación en un mundo oculto que, para ellas, es sólo fantástico e imaginario. La investigación científico-espiritual, so pena de caer en un estado morboso de ensueño y debilidad, ha de reconocer que no son del todo injustificadas tales objeciones, pues descansan en un criterio sano que, por la única razón de no penetrar en lo profundo de las cosas, quedándose sólo en su superficie, no llega a la verdad total, sino sólo a una verdad parcial. Si el esfuerzo por alcanzar el conocimiento suprasensible tendiera a debilitar la vida y a apartar a los hombres de la verdadera realidad, tales objeciones serían ciertamente lo bastante sólidas para hacer perder pie a este movimiento espiritual. Más aún: en respuesta a tales puntos de vista, los esfuerzos científico-espirituales no tomarían tampoco el camino correcto si pretendieran “defenderse” en el sentido usual de la palabra. También en este caso el único enfoque correcto consiste en destacar su propio valor, reconocible por todo espíritu imparcial, evidenciando cómo aumentan las fuerzas y el vigor vitales en aquellos que se adentran en su disciplina de la forma debida. Ningún afán hacia lo espiritual puede transformarnos en personas extrañas al mundo, en soñadores; por el contrario, fortifica al hombre suministrándole las energías procedentes de las fuentes de vida de las que también procede el hombre en cuanto a su elemento espiritual y anímico.
Ciertas personas encuentran todavía otros obstáculos al topar con la disciplina de la ciencia oculta. De hecho, si bien es fundamentalmente cierto que el lector encuentra la exposición de esa ciencia como una descripción de experiencias anímicas mediante cuya prosecución puede acercarse al contenido suprasensible del mundo, en la práctica esto sólo puede desenvolverse como una especie de ideal. El lector debe, en primer lugar, hacer suyas, en forma de informaciones, una cantidad relativamente grande de experiencias suprasensibles que él no ha vivido todavía. Esto no puede ser de otro modo, y así será también con el presente libro: el autor describirá lo que él cree saber respecto de la naturaleza del ser humano, de su conducta en el nacimiento y la muerte, así como en su estado incorpóreo en el mundo espiritual, y describirá, además, la evolución de la Tierra y de la humanidad.
Por lo tanto, podría parecer como si, a pesar de lo dicho, se estableciese la condición de presentar cierta dosis de pretendido conocimiento en forma de dogmas para los cuales se exige la creencia basada en el principio de autoridad. Pero éste no es el caso. En realidad, lo que puede conocerse acerca del contenido del mundo suprasensible se encuentra presente en el autor como un contenido viviente del alma, y si uno se familiariza con este contenido, el acto mismo de familiarizarse enciende en uno mismo los impulsos que conducen a los correspondientes hechos suprasensibles. La lectura de los conocimientos científico-espirituales provoca una vivencia distinta de la originada por la comunicación de hechos manifiestos. Cuando leemos informaciones relativas al mundo manifiesto quedamos al margen de ellas, simplemente leemos sobre ellas; en cambio, cuando leemos de la forma debida informaciones relativas a los hechos suprasensibles, aunamos nuestra vida a la corriente de la existencia espiritual. Así, al dar cabida a los resultados, damos cabida al mismo tiempo a nuestra propia senda interior hacia ellos. Es cierto que, a menudo, el lector no se da ninguna cuenta, al principio, de lo que aquí se trata; nos imaginamos la entrada en el mundo espiritual demasiado parecida a una experiencia sensible; de ahí resulta que lo experimentado al leer acerca de dicho mundo sea considerado como demasiado intelectual. No obstante, por el hecho de dar cabida verdaderamente a estos pensamientos estamos ya dentro de ese mundo, y lo único que hace falta es darnos cuenta clara de que lo que tomábamos tan sólo por información intelectual se había experimentado ya, aunque inconscientemente.
La claridad completa acerca de la naturaleza real de lo experimentado se hace evidente al llevar a la práctica lo que, en la última parte del libro, se describe como “sendero” hacia el conocimiento suprasensible. Fácilmente podría creerse que lo correcto fuera lo contrario, esto es, que primeramente debiera describirse este sendero; pero no es éste el caso. Para todo el que, sin dirigir su mirada anímica hacia hechos determinados del mundo suprasensible, practique los “ejercicios” sólo con el fin de penetrar en él, seguirá siendo ese mundo un caos confuso e indefinido. El procedimiento correcto consiste en familiarizarse con la realidad suprasensible de manera ingenua, por decirlo así, informándose acerca de hechos determinados de ella, y luego dándose cuenta de cómo, transcendiendo la ingenuidad, se adquieren en plena conciencia las experiencias de las que ha recibido información. Si nos adentramos en las descripciones de la ciencia oculta nos convencemos de que ella ofrece el único camino seguro hacia el conocimiento suprasensible; reconocemos asimismo lo infundado de la opinión de que el conocimiento suprasensible podría, en un principio, obrar como dogma mediante cierta fuerza de sugestión. En efecto: este conocimiento se adquiere mediante una actividad anímica que le despoja de toda tendencia meramente sugestiva, y sólo le da la posibilidad de hablar a otra persona valiéndose de los mismos medios por los que ella recibe todas las verdades que apelan a su sensato criterio. La razón de que, al principio, el lector no se dé cuenta de que vive en el mundo espiritual no reside en una percepción sugestiva y desconsiderada de lo que ha leído, sino en la sutileza y lo desacostumbrado de lo que se experimenta gracias a la lectura. Por lo tanto, recibiendo primero las informaciones tal como se dan en la primera parte del libro nos convertimos, por de pronto, en partícipes del conocimiento del mundo espiritual; mediante la aplicación práctica de los ejercicios anímicos indicados en la segunda, nos convertimos en conocedores independientes de dicho mundo.
Ateniéndose al espíritu y al verdadero sentido de lo expuesto, ningún genuino hombre de ciencia podrá encontrar contradicción entre su ciencia edificada sobre los hechos del mundo sensible y la forma en que se investiga el mundo suprasensible. Aquél se sirve de instrumentos y métodos determinados; construye sus instrumentos transformando lo que le suministra la naturaleza. También la cognición suprasensible se sirve de un instrumento: el hombre mismo, instrumento que asimismo debe primeramente acondicionarse para la investigación superior, pues las capacidades y energías que, en un principio, recibió de la Naturaleza sin su cooperación, deben transformarse en capacidades y energías superiores; de esta manera podrá convertirse, él mismo, en instrumento para la investigación del mundo suprasensible.